viernes, junio 17, 2011

Irredento Urbanita

El libro más largo del mundo


Estoy leyendo el libro más largo del mundo, llevo, si no recuerdo mal, aproximadamente más de ocho meses cargando el bendito libro para todos lados y aún no logro terminar de leerlo y sentir esa plácida y a la vez sublime sensación que me atropella cuando acabo de leer una novela. Algunos problemillas y una que otra distracción han frenado mi ímpetu de lector interesado y vehemente. Este libro de marras se ha convertido en mi compañero, en mi cómplice, en el más fiel de los amigos. Nunca me ha reclamado nada y nunca ha expresado epíteto descalificativo contra mí, ha estado callado la mayor parte del tiempo, excepto cuando lo leo. Es supernoble, en momentos difíciles, cuando mi cabeza estaba infestada de preocupaciones, intentaba echarle un vistazo, leerlo de soslayo sin entender palabra alguna por culpa de mi estúpido pero involuntario desinterés. Cuando todos estos obstáculos me impedían leerlo como se debe, nunca se ha resentido, ni me ha mirado mal, ni me ha dado la espalda, y cuando me ha dado la espalda ha sido para leer su contraportada y recordarme lo interesante que es su trama y lo adorable que es el autor, todo en breves líneas de reseña.


¡Cómo dejar de lado un libro que me ha hecho sentir cosas idénticas a las que sintió el autor en su momento pero ambientadas en lugares muy ajenos a los míos! Este libro ha pasado a ser una especie de paño de lágrimas, un hombro en dónde llorar, siempre estaba allí, guardadito en mi bolso Dockers tipo vintage que me regaló mi hermana hace un año. Ha tenido diversas compañías, se ha rozado con todo tipo de mudos personajes que nunca estuvieron a su altura, vecinos de viaje tales como mecheros, cajetillas de cigarros, folletos de librerías, flyers de restaurantes, caramelos y celulares de medio pelo, para ser exactos mi celular Android que falla cada dos por tres y se apaga o se reinicia solo, sin que sea obra de algún espíritu santo, y un celular Sony que toma las fotos más misias del mundo, casi casi se podría decir que son fotos de un píxel de ancho por un píxel de largo y mi rostro aparece en la pantalla de ese celular como un cuadrado color carne, poco más.


Así que a fuerza de desidia y de ansias de querer llevar siempre un libro en una mano, y por supuesto mi cámara fotográfica en la otra, este libro anaranjado forrado con una delgada capa de plástico -costumbre que tenemos en Perú pero no en España con el bien conocido Vinifán (¡Vinifán jai!)- nunca ha sucumbido a la tentación de deshojarse ni de ajarse. No me traicionará, eso espero. Quizás otro libro sí lo hará, curiosamente creo que el libro que me traicione no será un libro ajeno sino un libro que yo mismo escriba, me traicionará sí, a sabiendas del libro, con ingenuidad mía. Este libro no me ha hecho perder amigos pero ha sido cómplice de encuentros cercanos muy cercanos, testigo de mentiras piadosas y de mortales frases salidas de labios delgados y complicados. No han faltado las circunstancias, aquellas en las que me he quedado a solas, totalmente a solas, en el tren de vuelta a casa y he hablado menos que el libro, con una mudez alrededor mío que me decía que mis victorias en estos dos últimos años han sido literalmente pírricas, tanto que no sé si valieron la pena. Ahora mismo observo mi libro y digo que sí, qué importa que hayan sido pírricas las victorias, lo que importa es que hayan sido victorias.


Al fin y al cabo hay tantas derrotadas con maquillaje victorioso que logran engañarnos, que logran engañarse a sí mismas frente a un espejo que cuesta pero no vale.


He recorrido las calles de Perugia, los barrios de París, los carrers de Barcelona (en este caso los he recontrarecorrido) por culpa del personaje del libro, un tipo tan distraído como nostálgico. No me sorprendería que ahora mismo en una entrevista revelara que no recuerda haber escrito esa novela que ahora yo paseo por las calles de Barcelona en mi bolsito, calles que incluso, y esto es bueno aclararlo, son las mismas que él recorrió en aquel entonces cuando, enamorado de “Inés del alma mía, luz de donde el sol la toma”, comenzó a desarrollarse el engendro de un literato genial.


Cuando veo la tele y veo a la muchachada española reclamando en las distintas plazas mayores de las principales ciudades de este país, veo que es fácil ser ‘anti’, lo difícil es ser ‘pro’. Mayo del ‘68 sólo habrá uno, así lo veo yo. Este mayo con M de Madrid no sabe a dónde va. ¿Mayo? ¡Mayo el de París! Aquel ‘68 una incontenible revolución sacudió el mundo. No lo hizo entrar en razón, lo hizo entrar en corazón. Basada en el amor y la solidaridad como armas para romper las reglas, mayo del ‘68 fue la revolución que igualó a las gentes de todos lados, todos fueron parisinos, todos fueron sudamericanos, todos fueron lo que quisieron ser, ser diferentes, ser el otro, eso fue lo que igualó a los miles y miles de actores anónimos. Yo debí nacer el ‘68, no debí estar en la revuelta, pero debí nacer ese año, mis padres se tardaron ocho años, no fue culpa de ellos, ni mía. Mi bendito libro anaranjado, este que llevo ocho, quizás nueve meses en leer, se ha convertido en el libro más grande del mundo, no por contener miles de páginas sino porque lo leo a cuentagotas, cuando las lágrimas me lo permiten, cuando el olvido me ataca.


Es este bendito libro anaranjado forrado con una especie de Vinifán fue el que me mostró una visión diferente de mayo del ‘68, en aquel entonces el personaje principal se enamoró temporalmente de una norteamericana, hizo un paréntesis en su amor a Inés para amar por unos meses a una gringa que se cepilló a medio París, por solidaridad, por amor, porque era una creyente en la revolución y una mujer que pagaba con su cuerpo las culpas de su cruel país. Sí, las hay de las que se acuestan para pagar culpas y penitencias de todo un pueblo, heroínas que destierran el alma por un buen rato para regalar su cuerpo a los más necesitados. Algo muy exagerado, tanto como la vida de Martín Romaña.

valerybazan@gmail.com