domingo, marzo 16, 2008

Un lugar llamado volver


PENSANDO EN ESE LUGAR LLAMADO VOLVER
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Mientras me servía un vaso de Pepsi, añoraba el amarillo e intenso sabor de una inca kola. Mi hermano compró ayer dos latas de la bebida de sabor nacional, pero de capital y ganancias norteamericanas desde hace algunos años atrás, y las refugió en la despensa sin mucho esmero, bastaba con girar un poco la cabeza y ver asomar ese metal dorado con burbujeante ansia en su interior. Alex no necesita decir que no nos acerquemos a sus gaseosas, frunce el ceño al introducirlas y mira a los costados con el rabo del ojo. Mi madre pasa a mis espaldas con el rostro endurecido pero un disimulado ceño sin fruncir, ella repite ante nuestras miradas interrogantes que no está enfadada. Nadie le cree. Añoranza de Perú diría yo, extraño Trujillo diría ella. Pero un domingo por la mañana se me hace difícil entender un enojo, por más que tres nostalgias entren a la cocina por la campana extractora cual topos de una retrospectiva
blanquirroja. En Perú estaría viendo alguno de esos programas periodísticos matutinos de los domingos, sorprendiéndome una y mil veces de la excesiva fama que los cantantes de cumbia han alcanzado en todos los niveles sociales del país, viendo la crónica de accidentados y muertos en la madrugada de este domingo de Ramos sangriento, observando al extasiado reportero admirar el bronceado de mis compatriotas en la Costa Verde pero imaginando, por mi parte, un Huanchaco multicolor con olor a papa rellena y anticuchos a las seis de la tarde con pizcas de sal y arena.
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El asunto es que ahora estoy acá, sin la resaca de todo lo vivido en año y medio que llevo fuera de mi tierra. Vallejo, deberías saber lo mucho que te adora Sabina, cuanto te añora Bryce y lo demasiado que te busco en las librerías de aquí. La ojeriza de los Santa María a tu memoria ya la conoces, es algo que te hace reír en ese París azul y donde te deben haber dado ya las llaves de la ciudad, en ese Santiago de Chuco que no es más que un poyo cómodo e inmenso donde tú y tu hermano, cómodamente sentados, sonríen, quizás él más que tú. Veo algo de Vallejo en Bob Dylan, quizás te leyó… y los demás que aguanten. Los liberteños les perdonamos la envidia.
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Las inca kolas siguen en pie, a oscuras en ese triste estante, esperando el almuerzo de mi hermano y la envidia de los demás comensales. Una inca kola bebería un domingo en la tarde en mis Trujillos, iría al que fue el cine Primavera, el único cine que sobrevivió a la masacre causada por el betamax y luego el vhs. La acompañaría con canchita –palomas de maíz para que me entiendan los no peruanos- y estaría puntual para la función de matiné. Buscaría mi zona favorita, ubicaría el corazón del aforo y tiraría un poquito a la derecha. Le mordería la oreja y susurraría en los oídos de mi niña alguna frase dulzona y cursi mientras la comedia romántica está en un momento poco intenso, cogería su mano y sabría que recordaré ese afiebrado e inmortal instante cuando nuestro amor haya terminado y ella camine fingiendo sobriedad de la mano de otro.
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Porque todos queremos volver a esos lugares, no al sufrimiento -en la mayoría de los casos- pero sí a los lugares donde lágrimas y sonrisas se hicieron hermanas, amigas y cómplices en el silencio. Pero sobre todo queremos llegar a ese lugar llamado volver, escala obligada de nuestras vidas, y aunque físicamente no pisemos la tierra de origen, nuestra memoria, nuestro presente y nuestro mañana suelen visitar muy a menudo ese destino que, finalmente, habita dentro de nosotros y nos mueve a la tierra que nos vio dar los primeros pasos del vivir. Nos lleva, querámoslo o no, nos lleva despiertos o dormidos, nos lleva... y a veces, cuando se le da la gana, nos hace tomar un avión.
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Soundtrack: “OAM’s Blues” – Aaron Goldberg